Fernando Saldivia Najul
28 octubre 2012
Miguel Acosta Saignes |
Todo comenzó cuando nos invadieron los españoles. Las tierras que durante milenios poseían nuestros ancestros fueron arrebatadas por los invasores y genocidas españoles, y se creó de esta manera, desde el primer instante, el problema latifundista. Indios y Negros esclavos eran obligados a cultivar las haciendas de los señores. Luego la independencia no solucionó en América la cuestión latifundista. El régimen colonial de la tierra subsistió a pesar del movimiento emancipador y de unas manos pasaron a otras.
En Venezuela llega el latifundismo a su máximum con el régimen de Gómez. A sus hombres de confianza los hizo señores feudales y se acentuó la servidumbre del campesinado.
Es así como miles de trabajadores sin tierras, hombres desposeídos por el acaparamiento latifundista, sometidos a la más espantosa miseria, se vieron en la necesidad de incorporarse al empleo ofrecido por las compañías petroleras. Para los campesinos una mayor remuneración significaba una vida más estable. Sin embargo, luego se dan cuenta que no les da ni remotamente lo que es justo. Además, la servidumbre en que vivía el trabajador del agro venezolano permitió a las compañías petroleras mantener a los trabajadores en condiciones malísimas: sin higiene, sin luz, sin agua potable. Vivieron un infierno. Fue en estas condiciones que estalló la huelga petrolera de 1936.
En las haciendas continuaba la cruel servidumbre del régimen latifundista. El latifundista no mejora sus cultivos con el empleo de maquinaria o métodos modernos. El latifundista, poseedor de una renta fácil, no quiere “calentadores de cabeza”. Por eso evita la introducción de nuevos métodos. Las haciendas producen solo cuanto el suelo puede dar. Ahí está la fuerza humana a la orden, para realizar siempre el mismo trabajo y llenar las arcas del propietario.
Cuenta Acosta Saignes, que latifundistas de los Andes dopaban a los peones con guarapo fermentado para obtener mayor rendimiento. El peón convive con sus familiares en una choza de cuatro metros de largo por tres de ancho y duermen sobre montones de trapos.
En el campo no hay letrinas. No hay acueductos. El agua tomada es la misma de los riegos. En ningún latifundio se encuentra siquiera una escuela. El analfabetismo conviene al latifundista, ya que si el peón aprende a leer podría abandonar el latifundio, u organizar una protesta consciente. En el campo hay hambre. Cuando no es la época de cosechas, hombres y mujeres del campo viven como pueden. A veces les toca alimentarse de frutas, de raíces y hojas, como ha acontecido a veces en regiones del Llano.
Peones o colonos, simples jornaleros o arrendatarios, están sometidos a la voluntad omnímoda de los terratenientes. Quien se atrevía a ausentarse en los años del gomezalato era perseguido fieramente. Los calabozos y los azotes formaban eficaz parte del régimen. En tiempo de Gómez todavía había terratenientes que ejercían tareas de policía. En septiembre de 1934 se publicó en el Boletín de la Cámara de Comercio de Caracas una elogiosa nota sobre la mayor hacienda del Distrito Federal, en la cual se dan interesantes datos sobre la organización de un latifundio. En la nota se puede leer: “Cada predio tiene un mayordomo que funciona a la vez como Comisario de Policía, dependiente de la Inspectoría General de Policía, ejercida por el propietario”.[1] Esta organización feudaloide explica el pago en fichas y otras medidas análogas.
Hablar de latifundio es hablar de esclavitud. Es una esclavitud por deudas. Es el sistema de atar al trabajador por medio de interminables deudas, cobrables a los hijos y hasta los nietos. Así, los latifundistas esclavizan a los jornaleros indefinidamente.
La causa de la miseria del hombre del campo es la tierra en poder de unos cuantos favorecidos. Correr la cerca y luego sostenerla con violencia es práctica habitual. Mientras más poder se tenga más fácil resulta. Durante el régimen de Gómez, cualquier Jefe Civil decidía correr unas cercas o daba autorización para ello a los mayordomos o encargados de los fundos gomecistas.
El problema del Indio es también el de la tierra. En la Guajira viven muchos, sufriendo sed y hambre. En haciendas del Zulia y algunos otros campos se les utiliza sin pagarles, y para retribuir sus labores, solo les dan aguardiente y tabaco.
En las haciendas de cañamelar, en el Distrito Torres del Estado Lara, trabajan hasta dieciséis horas diarias, con un alimento mezquino, y sin asistencia médica. No solo metafóricamente “hambre de tierras” experimenta nuestro campesino. Tiene, primordialmente, hambre real. Se muere de hambre porque contrae la tuberculosis por alimentación insuficiente. Es consumirse con lentitud y morir de paludismo, sin defensa orgánica, desaparecida por la desnutrición. Es ser pasto fácil de enfermedades, porque el organismo carece de resistencia.
La alimentación de los peones venezolanos, cultivadores de la tierra en este país tan ponderado por su riqueza agrícola, consiste en caraotas, arepas y guarapo de papelón, en las tres comidas. De modo que podemos decir que nuestro campesino está muy mal alimentado. Cuando el peón carece de trabajo, se alimenta de las frutas que encuentra en la orilla de los ríos o de las quebradas. Muchos de ellos sancochan, en tiempo de cosecha, los mangos verdes, para alimentar a sus hijos y cuando no hay cosecha, pasan días íntegros sin comer.
En estas condiciones, el éxodo del campo a la ciudad es inevitable. No es exclusivo de Venezuela este fenómeno. Acontece en todos los países azotados por el latifundismo. En Checoslovaquia decía Rauchberg palabras perfectamente aplicables a nuestro país: “Lo que ahuyenta a los más, no es hastío del campo y el ansia de vivir en la ciudad, sino la falta de esperanza en su anhelo por la tierra”.[2]
Y agrega Miguel Acosta Saignes: “No es ansia de aventuras como dicen los sociólogos ñoños, sino hambre, la causa fomentadora del urbanismo. Aunque no estén contentos en las ciudades, los hombres van allí con la esperanza de incorporarse a las Obras Públicas o a la industria”.[2]
La sanidad ha sido hasta hace poco, lujo exclusivo de la Capital de la República. Basta alejarse unos cuantos kilómetros de Caracas para penetrar en nuestra zona rural. Entonces, presenciamos el mismo espectáculo: niños de abultado abdomen, pálidos, con brazos y piernas muchas veces esqueléticos. En los hombres, úlceras, rostro y abulia de palúdicos, caras y lentitud de hambre.
No es solo indirecta la participación de los señores latifundistas en la mortalidad infantil. Culpables de niños abandonados son los señoritos que van de paseo a las haciendas de la familia. Allí ejercen una especie de derecho de pernada, mediante el cual cargan de hijos a la mujer ignorante, abandonada luego. También hay el latifundista cuya residencia habitual es Caracas y quien periódicamente va al pueblo cercano a sus posesiones, donde se dedica a la compra de vírgenes. Siembra dos o tres hijos, y ahí están tres pequeños más, dados a la miseria, la enfermedad y la ignorancia.
¿Quién no conoce en Venezuela ese tipo de “bon vivant”? Con el jefe civil se ha repartido siempre la tarea de semental. Del campo y de los pueblos se nutre así los prostíbulos ciudadanos. Cosa corriente es encontrar en los prostíbulos de Caracas muchachas de 15, 16, 17 años, tímidas, con el aire de primerizas en la tarea mercenaria. Algunas veces han sido víctimas de la seducción, otras, de la más repugnante venta.
Bueno camaradas, no me extiendo más. Miguel Acosta Saignes nos da suficientes razones para acabar con el suelo feudal. La burguesía venezolana ni siquiera fue capaz de hacer su Reforma Agraria, tarea que es propia de la Revolución Burguesa si tomamos en cuenta que el latifundio no solo es contrario al socialismo sino también al capitalismo. De manera que no nos queda otra que transitar del feudalismo al socialismo, a través de la Revolución Agraria, dirigida por el Comandante Chávez.
El Comandante Chávez continúa la lucha de
Ezequiel Zamora y recorre las tierras rescatadas del Hato El Frío en el estado Apure, el 23 de agosto de 2009, durante el Aló Presidente 338. |
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[1] Miguel Acosta Saignes, Latifundio. Fundación Editorial el perro y la rana, Caracas, 2009. pág. 81.
[2] Ibídem, pág. 104.
Publicado en Aporrea.org el 28/10/12
http://www.aporrea.org/desalambrar/a153201.html
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